Con el otoño llega la época del cultivo de interior, y muchos cultivadores de cannabis aprovechan para revisar y actualizar su equipo, o empezar un nuevo cultivo, siempre con vistas para mejorar la calidad de sus cosechas y sin dejar de lado la importancia de tratar el agua. En los últimos años y en la actualidad, estamos asistiendo a un aumento tanto de la oferta como de la calidad de los medios para el cultivo. Las tecnologías van evolucionando, los abonos y aditivos se van perfeccionando, y las técnicas se refinan.
Pero también mejora nuestro conocimiento de todos los procesos que participan en el crecimiento de una planta, lo cual nos permite aprovechar al máximo nuestros recursos para obtener el mejor resultado posible: la luz, el control de la humedad y la temperatura, la nutrición, la calidad del agua riego… No hay prácticamente ningún aspecto que el buen cultivador de cannabis no atienda con celo, pero quizás sea el asunto del agua, del que más factores determinantes para una cosecha óptima dependan.
¿Cómo debemos tratar el agua en nuestro cultivo?
El agua con la que regamos nuestras plantas y aplicamos nuestros nutrientes determinará un porcentaje enorme de la calidad final de los cogollos, y no sólo en términos de tamaño, aroma y propiedades, sino, y esto es muy importante en cualquier producto de consumo humano, de salubridad. Es decir, si queremos lograr un producto final sano y de calidad, deberemos prestar mucha atención a la calidad del agua de riego.
Regar o no regar: esa no es la cuestión
Ningún cultivador que aborde su próximo cultivo de interior se plantea si va a iluminar o no sus plantas, sino cómo: ¿empleará un equipo más versátil que pueda usar durante todo el desarrollo del cultivo, o en aras de lograr un resultado más refinado, empleará distintos equipos adaptados a cada fase? ¿Procurará el máximo ahorro energético, o se arriesgará a un sobrecoste apostando por un resultado mayor?
¿Por qué no aplicar el mismo principio al agua? Dado que la cuestión no es si debemos regar o no, el cultivador exigente deberá preguntarse: ¿cómo voy a tratar el agua de riego? Claro que, para responder esta pregunta, antes deberemos responder a la siguiente: ¿Qué hay en mi agua de riego?, ¿por qué debería tratar el agua con la que riego mis plantas? La respuesta depende fundamentalmente del origen de esa agua.
La situación ideal sería que, conociendo con precisión la composición del agua de nuestra fuente de riego, hubiésemos constatado que tiene una calidad aceptable en términos de electro conductividad (EC), pH, oxigenación, cantidad de sales disueltas, etc., para aplicarla directamente a nuestras plantas, sin necesidad de tratarla. Pero esta situación es extremadamente rara. El agua procede de tres fuentes fundamentales: la lluvia, aguas subterráneas y la red de agua corriente.
La lluvia
El agua de lluvia es, por lo general, un agua blanda y, recién caída, muy oxigenada, y por lo tanto ideal para el riego. No obstante, deberás tener en cuenta que sus mejores propiedades son efímeras y desaparecen en cuanto se almacena. Contiene más CO2 y nitrógeno que el agua común, lo que la hace ligeramente ácida. Estos, junto con el oxígeno, pasan a las plantas a través de la lluvia recién caída, lo que les proporciona un empujón de crecimiento.
Pero cuidado: dependiendo del lugar donde recojas el agua de lluvia, esta podrá contener diferentes trazas de elementos. Si vives en una gran ciudad, muy posiblemente el agua que recojas directamente de la lluvia contenga contaminantes arrastrados de la atmósfera. También en ciertas regiones ocurren con frecuencia calimas que ensucian el agua de lluvia y la cargan de elementos no deseables. Una opción para sedimentar estos elementos es dejarla reposar, pero de esta forma también eliminarás las propiedades que la hacen particularmente especial.
Cuando hablamos de cultivos de interior, la lluvia directa, cuya saturación hace que penetre mucho mejor en el suelo que el riego artificial, no es una opción. El almacenamiento como alternativa tiene sus contrapartidas: el agua pierde propiedades y, si no tenemos cuidado, puede estancarse o alcanzar temperaturas poco recomendables para el riego.
Aguas subterráneas
Usar directamente agua de un pozo sin conocer las sales que lleva es temerario. Las aguas subterráneas pueden tener muy diferentes composiciones, presentar sólidos que alteran su pH, además de contaminantes. Si, por la ubicación de tu cultivo no tienes alternativa, deberás encargar un análisis. Dependiendo las características del acuífero, convendrá repetir el análisis cada cierto tiempo.
Agua corriente del grifo
Si bien el agua corriente que sale del grifo está previamente filtrada, puede contener, en regiones de aguas duras, gran cantidad de sales disueltas que hacen que sus valores de EC y pH no sean apropiados para las plantas. Las instalaciones de fontanería antiguas también pueden añadir cal acumulada y otros elementos no deseados al agua corriente. Además, el agua corriente es comúnmente tratada con cloro, como una medida sanitaria necesaria para evitar la proliferación de virus y bacterias.
Como ya os contamos en esta entrada, si bien el cloro es fundamental en el sistema de agua corriente para garantizar que llega a tu grifo completamente estéril, a partir de ese punto puede convertirse en un gran enemigo del cultivador, sobre todo del cultivador orgánico. El cloro no distinguirá entre organismos beneficiosos y perjudiciales y eliminará los hongos beneficiosos de fertilizantes orgánicos y de estimuladores de cultivo. En algunas zonas del mundo también se añade flúor al agua. El flúor puede inhibir la fotosíntesis y la absorción del fósforo, produciendo daño a las hojas.
Metales pesados
Como vemos, las tres fuentes principales de agua tienen una desventaja común: la posibilidad de presentar elementos no deseados. Aunque el agua corriente es segura en términos de salubridad, puede, al igual que las aguas subterráneas y el agua de lluvia, corre el riesgo de estar contaminada con metales pesados.
El cannabis es un acumulador biológico: todo lo que le des lo incorporará a su biomasa y, si no puede transformarlo a través de sus procesos biológicos comunes, lo acumulará. La bioacumulación es una característica de los metales pesados. Estos pueden llegar a la planta a través de su cultivo en suelos contaminados, el empleo de fertilizantes de mala calidad… ¡o el agua!
El término “metales pesados” hace referencia a un conjunto de metales y algún semimetal que, sin ser esenciales, presentan un efecto tóxico en la materia viva. El cadmio (Cd), el mercurio (Hg), el arsénico (As), el cobre (Cu), el Cobalto (Co) y el plomo (Pb) entre otros, pueden acumularse en la planta y pasar al ser humano a través de su consumo.
Los metales pesados pueden inhibir el crecimiento de la planta, daños estructurales y estrés oxidativo, además de mal funciones en sus actividades fisiológicas y bioquímicas, afectando la fotosíntesis y el potencial hídrico de las hojas entre otras.
A pesar de que la planta dispone de mecanismos de resistencia frente a metales pesados, su exposición a ellos es siempre un riesgo, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad de su presencia en productos destinados al consumo humano. Los efectos de los metales pesados en el ser humano cubren un amplio espectro, desde dolores de cabeza a náuseas, pasando por insuficiencia metabólica y en casos de exposición prolongada o extrema, cáncer.
Conclusión
El mejor tratamiento es, sin duda, la prevención. Regar nuestras plantas con un agua cuya composición desconocemos no es muy diferente de emplear fertilizantes baratos que no tengan garantías.
Así pues, no se trata de si necesitas o no tratar el agua de riego. Se trata de qué sistema de tratamiento de agua necesitas: Filtración u Osmosis Inversa.
“Cultivadores profesionales dicen que se debe utilizar agua de calidad”